viernes, 14 de mayo de 2010

Cógeme de la mano y ven.


Christine y Raoul desaparecen entre las sombras agarrados de la mano. Erik contempla su marcha desolado. Es más consciente que nunca del tremendo e inevitable error que cometió su corazón, enamorándose de aquella mujer que ahora huía con otro en busca de un apacible hogar, de una vida lejana y feliz. Todo lo que él siempre había soñado, se escapaba ante sus ojos irremediablemente.
Triste y abatido, acude al apartamento de Daroga. Una y otra vez le habla de su amor por Christine. Ordenándole que evite la mirada, retira con cuidado la máscara que oculta su rostro tullido.
Incluso sus propias lágrimas parecen querer escapar de tal monstruosidad, velozmente recorren el espacio entre sus ojos y la deformidad que cubre sus mejillas, parecen arrojarse voluntariamente desde ellas al frio suelo. El persa escucha su última voluntad con amargura antes de verlo alejarse cabizbajo, esta vez es para siempre.
Bajo los cimientos de la Ópera Garnier, Erik toca por última vez su órgano y canta desolado su propio réquiem, se interna en la cámara de los espejos con un lazo de Punjab en una mano, con la otra va retirando de su cara máscara tras máscara, al retirar la séptima, descubre su verdadera apariencia, su mayor secreto.
Antes de morir ahorcado, aquel que fuera el temido fantasma de la ópera, observa en el interior de aquel templo innumerable el infinito reflejo de las llamas, abrasando finalmente su joven y bello rostro.

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